Todo buque que se precie, sabe que su mejor destino es encallar y naufragar.
Cuando nací, ya existía el asfalto, letras de molde, conversaciones telefónicas, leyes y circos ambulantes. En este momento de mi vida, no me puedo ir de este mundo sin devolver algo de lo que la cultura me dio e hizo de mi. Es decir que el procesamiento de todo lo que recibí debe ser transmitido de alguna manera.
Empezando con mi ideología es decir con aquello que venía impreso en las proteínas de la leche de mi madre. Y que ahora me delatan al escribir estas líneas.
Un blog o un cuaderno de bitácora, es la forma que más me cabe para ese intento. Versará sobre el psicoanálisis en primer término, que me permitió varias vidas. Y al que vivió varias vidas le tocan varias muertes. Eso sí, las muertes que vengan, pero sin drama más bien con humor.
Contendrá algo de literatura , de cine, de ciencia y de todo aquello que mi curiosidad y mi estética me permitan.
Estamos hecho de letras acodadas por carne triturada por un real que siempre nos recuerda nuestro origen carroñero. Algo de esto se verán en este intento. Por lo demás incluiré también todos los escritos de aquellos que me gusten y me lo permitan.

sábado, 31 de julio de 2010

Ante el Juez de Instrucción.

Cuento. Roberto Molero. 6 de marzo del 2000.

Me miró fijamente. Supe de inmediato que estaba perdido.
Desvié la mirada.
El secretario en su lectura hablaba de un ilícito.
Mi cabeza se obstinaba en recordar sucesos intrascendentes.
Los ojos de mi madre, de ese verde acicalado, eran todo lo que poblaba mi niñez.
El secretario insistía en el ilícito. El juez de instrucción, por la opacidad de su presencia  sugería que él, ya había cometido el acto miserable del día.
Pero yo no podía continuar ajeno al hecho.
Los ilícitos en mi barrio, eran materia de estudio o de admiración.
Los ilícitos en mi hogar eran repudiados por mi padre.
De golpe sentí asco, de la justicia, del secretario, del juez, de la transpiración cobarde, un acto pensaba puede redimir toda una vida errada, o por lo menos mitigar sus efectos.
Los pecados de la infancia, me decía, no pasan de veniales, pero yo albergaba dudas.
Finalmente comprendí que lo mejor era una amplia confesión.
Mire al juez directamente, al horror de sus noches deshabitadas, y hablé.
Desvió su mirada.
Fui condenado a doce días de prisión en la cárcel estatal de Pocitos en los arrabales de Montevideo

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