Cuento. Roberto Molero. Septiembre
2001
La chirriante
frenada y un golpe sordo aunque atenuado, bastó para perturbarle la mañana.
Casi alcanzó
a intuir, más que mirar, el pequeño y
elíptico vuelo y su caída, en un ángulo que en la mirada de un medico, era de mal ver.
Los ruidos de la calle parecían haberse disuelto. Todo por un instante
se había detenido.
La mañana tenía más luz, que lo
debido.
Pensó en ese
hombre tirado, quieto, un tanto
desparramado, boca arriba, sumamente quieto.
La gente se
le aproximo lentamente, temerosamente.
Yo no me
moveré, se dijo, que sean otros esta vez, en demasiadas ocasiones en su vida
había estado en la atención de esos casos.
Que ayuden
otros. Ya alguien llamaba por un celular a la ambulancia.
Pero se
sintió inquieto, casi culpable, la insistencia del contacto con la sangre, en la guardia le
había terminado produciendo repugnancia.
Ahora que
sean otros los responsables.
Un
pensamiento obsesivo le surgió en un extremo de su conciencia.
Si no
hubiese nadie en ese lugar, seria capaz de acercarse?Tendría compasión por el
otro?
Se respondió
que no. Aunque sea el único, el no lo haría.
Se iría.
Correría avergonzado pero resuelto a cualquier lugar. Si estuviese su madre se
refugiaría en ella.
Que se joda,
por ofrendar así su vida a la industria automotriz.
Por estar
distraído. Seguro que es un ser miserable con sus pasiones.
Y con sus
empleados y con sus amores. Bueno, que en la terapia lo remienden si pueden. Yo
no tengo nada que ver con eso.
Estas ideas
lo atormentaron fugazmente. Sintió seca la
boca.
Intento
buscar un cigarrillo y allí, en la imposibilidad de hacerlo descubrió con
horror que no podía moverse, que estaba mirando el cielo, que tanta luz era un
siniestro presagio, que el asfalto le dolía en la nuca, que se estaba muriendo,
que no podría ya almorzar.
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